La vida no es de diseño; por José Jiménez Lozano
El hecho fue que Brasilia resultó invivible, aunque allí sigue con su letrero de Patrimonio de la Humanidad
Ha habido una historia bastante reciente,
paradigmática por una parte, pero que se ha repetido en varios planos de
la realidad por la sencilla razón de que la nueva cultura consiste en
acomodar la realidad a un constructo abstracto que funciona como
realidad. No es de hoy, desde luego, el asunto de Potemkin, el favorito
de la reina Catalina II la Grande, que construía aldeas de cartón
pintado para ser vistas al paso de la soberana, pero, según la profesora
Natalia Pikouch, en el tiempo de la URRS se siguió creyendo en otro
tipo de hiperrealidades creadas por las redes comunicativas y de
propaganda, mientras que para la alta cultura de los sesenta y
siguientes en Occidente este hecho se percibió como uno de los
componente del postmodernismo.Y podemos traer a colación a este respecto
la historia de lo que pasó con Brasilia, una muy celebrada ciudad
construida en el desierto que encarnaba las modernísimas ideas del libro
«La ciudad radiante», de Monsieur Le Corbusieur, que venía a enseñar al
género humano lo que debe ser una ciudad levantada con la razón
matemática y la técnica de un diseño abstracto. Llevado a cabo el
Proyecto o verdadero «Plan» de un nuevo tipo de vida humana, fue
completado luego por el arquitecto señor Óscar Niemeyer, gracias, todo
ello, a generosísimas subvenciones, que siempre atraen los proyectos
faraónicos, quizás porque siempre son pagados por el prójimo, y sus
eventuales nocivas o estúpidas consecuencias son sufridas por otros
seres humanos, sin genialidad y, por lo tanto, inferiores a la superior
humanidad de los autores de esas maravillas artísticas o como quieran
llamarse, porque el lenguaje no es ahora significativo y puede
significar una cosa y la contraria, o absolutamente nada. Pero, aun así,
tales proyectos y diseños son carísimos, y exigen para su realización
cantidades astrales de dinero que, a los mortales corrientes, nos suenan
a las cantidades que había en los sacos de la cueva de Alí Babá, y
creímos siempre que eran cosa de los cuentos, pero, a la postre resultan
muy reales, aunque de ridículas proporciones si se comparan con los
costes de los diseños.
La ciudad de Brasilia, que fue el nombre en que se encarnó «la ciudad
radiante» del diseño del señor Le Corbusier, se alzó, desde luego, en el
desierto como el ente originario de lo que debía ser una ciudad; por
ejemplo, con sus calles sin un rincón, que no es lo mismo que un ángulo
–aunque así se nombre en latín–, porque un ángulo es geometría y un
rincón puede haber hospedado gloria o basura, pero cosa de hombre
ciertamente. Las calles sólo eran para llevar a las gentes de un lugar a
otro, pero en las que no podía darse ni un suceso ni un imprevisto, y
la vida social se desarrollaba exclusivamente en el contenedor de la
socialidad, mientras todo se iba hundiendo en un inmenso aburrimiento o
hartazgo de geometría, que Zigmunt Bauman ha llamado «brasilitis»,
pero para los famosos expertos sólo prueba la indigencia de las mentes y
la sensibilidad de gentes inferiores que no logran habituarse a vivir
en «la ciudad radiante», pero el hecho fue que Brasilia resultó
invivible, aunque allí sigue con su letrero de Patrimonio de la
Humanidad.
El mismo Le Corbusier fue el arquitecto de «Sainte Marie de la
Tourette», que es otra muestra de arquitectura de diseño, pero que
parece que contó, esta vez, con que allí dentro iban a vivir hombres, y
se dice que, en un momento dado, produjo también su «touretitis», pero
se pudo salvar. Aunque, desde luego, no nos encontramos allí con la
alegría de las pinturas de Matisse en la Capilla de Vence.
Siempre el arte como la literatura resucitan a un muerto y Brasilia
sería ciudad para hombres, si allí hubiera habitado la alegría de
esas pinturas de Matisse, o de Fra Filippo Lippi pongamos por caso, ya
que la belleza da vida, pero no la geometría ni el diseño.
José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes
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